martes, 31 de julio de 2012

"Una calle de Relatos" se despide hasta septiembre



Llegó el esperado mes de agosto y con él las vacaciones, así que mañana será el último miércoles que "La calle del Espejo" lucirá mis relatos.
Aquí os dejo una recopilación de la iniciativa hasta ahora!

Septiembre llegará cargado de nuevas ideas.

Besos y Feliz Verano!






miércoles, 18 de julio de 2012

Guardando las palabras


De nuevo para la iniciativa "Dame, doy, ten y yo lo transformaré" hoy tenemos un dibujo que Julieta Levin me envió titulado "El búho que vigila las palabras"

Con él, con sus trazos en blanco y negro, con su mirada, con sus detalles, con lo que me susurró al odio, os cuento esta historia.




Se guardaban en grandes libros, gruesos, pesados, con las hojas ya amarillas, los lomos desgastados y las letras medio borradas por el paso del tiempo.
Sólo ellos podían entenderlas, porque el lenguaje que utilizaban era ancestral y poco a poco había dejado de ser utilizado. Pero lo conservaban con cuidado sabiendo que era imprescindible mantenerlo, ningún otro había logrado parecérsele.
Aquellas criaturas se escondían en los bosques durante el día y salían de noche, fundiéndose con la oscuridad, para recoger las palabras y realizar su labor. Su sentido del oído y de la vista, tremendamente desarrollados, les permitían observar sin ser vistos y así captar esas vibraciones que producían los humanos y retenerlas hasta transcribirlas con hilo dorado en sus libros olvidados.
La palabra era importante no porque significara aquello que decía, sino porque recogía las formas de expresión que se habían ido desarrollando a lo largo de los tiempos. Era más valiosa por lo que escondía que por lo que mostraba. Pero como todo, era incapaz de expresar aquello que habitaba en ese pequeño y ancho mundo, por lo que no dejaba de ser un instrumento útil pero no perdurable.
Sin embargo los métodos de entendimiento y estudio lo exigían, era un mandato que perduraba desde los primeros tiempos. Por ello estas criaturas tenían esas características: nocturnos, avispados, de vuelo rápido, con un globo ocular que les permitía moverse hacia los lados y girar la cabeza hasta 180 grados, garras potentes, picos afilados. Tenían que sobrevivir, su misión era importante.

Comúnmente les llamamos búhos pero si entendiéramos su lengua sabríamos que responden al nombre de Aurones.Y si fuera así, también podríamos leer los títulos de los libros donde recogen las palabras y sabríamos que en los lomos está escrito: Para desechar en 2170. Y debajo: época de transición para el lenguaje teleométrico.

Nos queda mucho por recorrer.







lunes, 16 de julio de 2012

Calcetines y Mediterráneo

Esta semana empezamos con un relato que surgió por la foto que me envió Quique LLuch para la iniciativa "Dame, doy, ten y yo lo transformaré".
Sin embargo él me pidió una cosa: "Te hago una propuesta a ver que te parece. Yo te remito la foto, tu haces tu relato inspirado en ella, pero al mismo tiempo yo hago uno inspirado en la misma foto. Tú no sabes nada sobre el mío y yo no se nada sobre el tuyo. Luego cuando los hayamos acabado ambos, lo compartimos, puede ser divertido ver lo que una misma imagen nos puede sugerir a los dos"
¡Y lo hicimos!
Aquí está el resultado



CALCETINES de Eloise Liyu

Se colaba entre los dedos de sus pies y le hacía estornudar. Sí, era raro incluso para eso. 
Ni los intentos de su padre, pescador de nacimiento; de su madre, trabajadora de la lonja desde los tres años; su abuela, la cocinera más reputada del puerto, cuyo menú sólo contenía nombres de peces, ni verdura, ni arroces, sólo las sopas se salvaban, y era porque había pasado la guerra; incluso de su tía, que trabajaba en el museo del mar; habían podido hacer que él pudiera acercarse a aquel medio del que su familia se sentía tan orgullosa.
Sin embargo él había heredado todo lo contrario. Tenía que pisar la arena con calcetines, y el agua del mar le irritaba la piel. Equipado con gorro y chaleco impermeable su padre había conseguido subirlo a su barca, pero no más de diez minutos, ya que su tez se volvía blanca y dejaba de respirar.
La tradición venía de muy lejos, de generación tras generación. Todos tenían una foto en la galería de la casa familiar con un pequeño título bajo ella: Cocinera marina, Pescador del mar, Recolectora del mar... y él no iba a poder tenerla.
Nadie entendía como un niño así había podido nacer en aquella familia. Circulaban historias, que se colaban entre los susurros calenturientos de los habitantes de la región, pero lo cierto era que el padre quería a ese hijo más que a cualquiera de los demás y le protegía de cualquier habladuría.
A él lo que le gustaba era dibujar el mar. Dar matices de azules a las olas, resaltar el blanco en la espuma, perfilar los peces, hacer las sombras de las rocas. Verlo y observarlo, pero de esa manera.
En su cuarto tenía un poster enorme con el dibujo de una orilla y se entretenía mirándolo maravillado, ya que alguna partícula de su sangre se alteraba, como pasaba con todos los miembros de su familia,  pero para él esa era la única forma de disfrutar de aquel mundo.
Un día una de sus hermanas llegó a casa gritando que había resuelto el enigma: En otra vida ha sido marinero y se ha muerto en el mar - dijo toda convencida.
En la mesa se hizo un silencio y luego todos rieron: No Concha, no creemos en eso - dijo su madre.
Otro día alguien soltó la teoría de que durante el embarazo la madre se había empachado de almejas y el niño ahora repudiaba todo lo que tenía que ver con el mundo marino. Esa vez también terminó todo en risas.
Sin embargo no había nada que averiguar por mucho que se propusieran, ya que era tan difícil como fácil el misterio. Nunca sabrían que en el momento del parto un grano de arena se había colado en el orificio derecho del bebé y éste había producido un rechazo anatomicoelergicoamiotrófico instantáneo a tal materia que le había hecho totalmente incompatible con todo lo que tenía que ver con el ámbito de la misma.
Le había imposibilitado de por vida el disfrute del medio marino, pero nadie le impedía dibujarlo. 
Por eso le conocerían, por sus cuadros. Así se haría famoso y podría hacer lo que siempre había querido, colocar su foto en la galería familiar y en el cartel con el título escribir con rotulador permanente: "Pintor del mar"




MEDITERRÁNEO por Quique Lluch


Sentado en esta playa contemplo el Mediterráneo frente a mi. Aparece un caballo blanco sin montura, cuyos cascos mojados imprimen su marca en la arena. Veo familias cargadas de voluminosos fardos, con sus miradas perdidas y sus rostros demacrados por la pesada espera al bajel que les llevará al exilio. Observo a unos niños tullidos que, bajo la compasiva mirada de un mosén sudoroso embutido en sus negras vestiduras, juegan como si nunca antes hubiesen visto el mar. Descubro a mi abuelo cargando su carro con una arena que pasará por el corral y acabará mezclada con la tierra que nutre las hortalizas que le dan de comer. Vislumbro a lo lejos una yunta de bueyes que arrastran pesadas barcas cargadas con la pesca de toda una noche. Escucho el paso marcial de los carabineros que vigilan el contrabando de tabaco. Acecho a un grupo de surfistas a la espera de la ola que les llevará a su parnaso. Me asusto cuando llega esa patera repleta de personas que desaparecen en todas direcciones al alcanzar la orilla...

Respiro con pausa y decido abrir los ojos. Frente a mi una arena virgen, un mar calmo y un horizonte vacío. La quietud es tal que casi no se escucha el leve movimiento del mar. Todo mi ser se ve reflejado en esta playa desierta y abandonada por todos, su vacío es el mío, su soledad me consume. De mis amigos no quedan ni sus huellas borradas por la marea. Noto un hueco en el estómago que se hace grande hasta convertirme en un simple caparazón quebradizo. Intento revelarme, sé que resuelvo problemas, que soluciono asuntos, que soy eficaz, que cumplo los objetivos que me marcan, que gano dinero... pero todo esto no sirve sino para elevar mi angustia. Siento que me voy desmoronar en mil añicos. Estoy solo, solo por dentro y por fuera, no me queda nada ni nadie. Este silencio me inquieta, está pudiendo conmigo... Me voy... Me voy de aquí... No aguanto más.

Me giro por última vez antes de subir al coche para contemplar ese paisaje que tanto me ha turbado. Más relajado pienso que tal vez no haya sido buena idea venir hasta aquí esta fría mañana...

O... ¿Tal vez si?




viernes, 6 de julio de 2012

Recuerdos del tiempo

Esta vez el relato surgió de una preciosa foto que hizo César Rina con su cámara analógica en Granada, ciudad de gran belleza y misterio, ciudad que recoge tantas civilizaciones y tanta historia que esto, es sólo un pequeño componente de ,como siempre, algo que podría haber sido.
Para la iniciativa "Dame, doy, ten y yo lo transformaré"





Volver para entender había sido necesario.
Desde pequeños mi hermano y yo soñábamos con sus calles, su ajetreo, sus casas, su luz.
El abuelo nos narraba los más mínimos detalles, vivía de recuerdos, vivía de las grietas que se marcaban en su cuerpo y de las que salían palabras dulces, suaves. Su piel sabía a azúcar.
Nos leía historias las tardes de verano cuando el calor nos impedía salir a la calle; por la mañana, cuando nos acompañaba al colegio, nos relataba las leyendas que recordaba con esa voz que nos transportaba en el tiempo, oyendo música, ruido, ajetreo cuando nos metía en esos mundos que habían pertenecido a otras épocas.
Siempre supe que nuestro abuelo no era una persona como las demás, siempre supe que tenía algo dentro, pero no podía sacarlo más que poquito a poquito, ratito a ratito, pedacito a pedacito. Parecía que había vivido desde siempre.
Fue la guerra la que lo expulsó de su tierra, de su barrio, de su vida; y nunca más volvió. Físicamente, claro, porque su alma se quedo encerrada entre el musgo y las rosas, el azafrán y  los claveles.
Oímos hablar de las leyendas moras, las costumbres paganas, las conquistas y las luchas. Pero eso quedaba demasiado lejos, y pronto se convirtieron en mitos que imaginábamos rodeados de un tul transparente. Luego venían las historias del "cojo" que ganaba a cualquiera en una carrera, de Remedios, la hermana de la tabaquera que se contorneaba cada mañana cuando se paseaba con el carro por la calle, de Pietro, el italiano que se quedó atrapado en el campanario, de Dolores, la señorita que bajaba de la Casa Grande para que le enseñaran a silbar... La que más nos gustaba era la de Damian, un señor que vivía solo en una casa rodeado de gatos y que tocaba las melodías más bonitas que había escuchado nadie, decían que a veces alguien se colaba para escucharle y le dejaba comida, decían que se veían sombras por los pasillos de una mujer, su mujer, que murió siendo joven.

Ahora, mientras recorríamos las calles todavía quedaba algún anciano con bastón descansando bajo las sombras de los árboles, pero las fuentes ya no existían, ni los balcones de madera, ni el ruido de los caballos, ni siquiera los niños jugando en la calle... Remedios era ya muy mayor y casi no podía hablar, el cojo había muerto y de la casa de Damian no quedaba ni rastro.
Entramos en un bar a refrescarnos y sentimos de repente una ausencia enorme. Pero tras beber un poco y descansar de nuestra andadura comprendimos que todo lo que habíamos escuchado desde pequeños había quedado escrito en los arboles, en los muros; el tiempo había pasado y les habían extinguido; como las flores cuando caen sus pétalos, como la fruta madura. Menos mal que las piedras son los suficientemente fuertes como para guardar vidas.

Así que miramos hacia los tejados y vimos como el sol se extinguía y les mostraba sus respetos. 

Ojala que cuando amanezca, pensamos al coger el coche para marcharnos, haya nacido otra flor entre sus grietas.