viernes, 27 de agosto de 2010

¿Sólo un pañuelo?

Esto va por todos los paises que no salén en los periódicos, todos los conflictos olvidados, todas las personas que AHORA MISMO sufren. Ahora es Pakistán. Otrás veces es Afganistán, Congo, Sudán, o Etiopía. O Haiti, o Guatemala, o México...
Y ... ¿Qué hacemos por ellos?


Instrucciones: primero escuchar la canción, la letra, deleitarse con ella. Y luego, en silencio, leer el relato.
"
aún hay tiempo de renacer, de dar amor, borrar el miedo y la destrucción""






Como si fuera un insulto a su vista, mi herida sangraba a los ojos de todos. Un gesto de asco y un giro en su mirada hizo que rebuscara en el interior de mi mochila, medio rota por el traqueteo del viaje.
Busqué sin encontrar nada, largos segundos ansiosos que se desvanecían entre mis dedos al igual que cada objeto que palpaba mientras la sangre no dejaba de brotar.
Noté una mano que rozaba mi brazo y me tendía un pañuelo. Sucio, con el dibujo borroso, con millones de historias incrustadas en él.
Miré sus ojos oscuros sin brillo y taponé la herida que no dejaba de sangrar.
El guardia agarró al niño y lo empujó hacia atrás, con desprecio, con ira. Y eso fue lo que me infundió a mí; por lo que en un acto reflejo me incorporé y agarré al pequeño. Pero perdí el equilibrio y caímos rodando al suelo. Mi compañero se incorporó en mi ayuda, y otro guardia le clavó la culata del fusil en el estómago. Cuando abrí los ojos y me vi encima de aquel niño menudo que me miraba intrigado, noté que inconscientemente seguía apretando con fuerza el pañuelo en mi brazo. Estaba medio deshilachado, con manchas de sangre reseca, de tierra mojada, de lágrimas transparentes, reprimidas, de noches en vela, de miedo, de terror, de desesperanza, de sueños incumplidos… de sueños futuros.
Y mientras… a mi alrededor...gritos. A mi derecha los guardias infundían terror a una fila de palestinos a los que ni siquiera les quedaba la dignidad. Sus palabras, ininteligibles para mí pero amedrantadoras de todos modos, escupían desprecio y maldad.
Mujeres sujetando niños menudos pero sin atisbo de miedo, no habían conocido otra cosa; ancianos con la cabeza gacha mientras recibían insultos, hombres con los labios apretados y más arrugas de las debidas…
Me agarraron del brazo y me hicieron incorporarme. El pañuelo cayó al suelo y me zafé bruscamente de mi opresor para recogerlo. Esbocé un intento de sonrisa cómplice con el niño que descansaba a mi izquierda sin dejar de mirarme y volvieron a empujarme hasta la mesa de la frontera.
Un señor gordo, no menos amedrantador que los anteriores, descansaba su trasero en una silla de cuero rasgado. Y creo q fue en ese momento, cuando empezó a hablarme con un gesto de autosuficiencia y desprecio, en el que mi mente comenzó a alejarse y todo se fue volviendo blanco. Blanco como la nieve, como un cielo de invierno que se cubre de nubes, como las paredes recién pintadas de una casa nueva, como la lana joven de las ovejas.
Noté que alguien frotaba mi cara y mi nuca con agua y cuando abrí los ojos vi a mi compañero a mi lado. Había arreglado todo con los guardias y nos dejaban salir por la frontera. Ya no creían que éramos espías, ni terroristas, ni integrantes del gobierno vecino, ni árabes suicidas, ni fanáticos de los derechos humanos, aunque eso... podía estar guardado en nuestro interior.
El emblema de nuestra organización y nuestros carnés, junto con unos permisos de la embajada, nos habían salvado de multiples interrogatorios, y quién sabe de que más.
La herida que me había hecho tras volcar el camión en el que viajábamos había dejado de sangrar, y el pañuelo, ya marrón, descansaba en mi mano y tenía una nueva historia que contar.
Busqué al niño con la mirada, quería devolvérselo, que parte de mi quedara sellado a fuego a esas vidas que por ahora los organismos internacionales no encontraban la forma de ayudar; y perdí la vista entre el gentío.
Yo estaba salvada pero ¿qué pasaba con todos ellos?

lunes, 23 de agosto de 2010

Feira des Enguías

Un mini relato inspirado una tarde de sol en un plaza del país vecino y acompañado por una propicia canción, que sería mejor escuchar cuando se comenzara a leer el penúltimo párrafo





El sol se estaba ocultando y las calles rezumanan a salitre. El calor de las velas salpicaba las baldosas coloreadas de las pequeñas casas que rodeaban la plaza, y la gente aparecía por las callejuelas siguiendo el olor del pescado.

En una esquina tres músicos mezclaban sus sonidos y despendían las notas entre la gente, que con vasos en la mano conversaban y ladeaban sus cuerpos sugiriendo un ritmo que generación tras generación se había perdido.

Las fiestas habían comenzado y el pueblo desbordaba luz. Una vez al año se vestía de gala y exprimía al máximo todo lo que le caracterizaba, las anguilas y la música.

Lo primero estaba ya servido en grandes cacerolas que reposaban a fuego lento en la plaza, lo segundo estaba a punto de comenzar.

Todo estaba preparado y la hora se acercaba. Vanessa se miró al espejo y se colocó unos rizos que tenía sueltos en su pasador, se puso la pulsera de su madre y en su camisa se prendió un alfiler de su abuelo.
Éste y su hermana pequeña esperaban ansiosos que los minutos pasaran y poder ver a la mayor de la familia cumplir su sueño sobre el escenario. Se habían colocado a un lado frente a los músicos. Él con una pajarita y la boina que ya nunca se quitaba, ella con una diadema colorida y un bolso de animales. Su sangre, la misma, densa, roja, e hirviendo, en ese precioso momento, bombeaba con fuerza.

No siempre venía un cantante famoso a la zona, y no siempre alguien del pueblo podía triunfar.

domingo, 15 de agosto de 2010

Linda...

Una historia ambientada con la magnifica música de Yann Tiersen y una delicada y sencilla foto de Helena del Pozo





Linda, mira que eres linda…

Sabía que sólo el podía llamarla así, y cuando escuchaba esas cinco letras juntas un escalofrío recorría su cuerpo hasta su nuca.
Siempre había vivido en su mundo, dónde oía sonar violines y de vez en cuando las teclas de un piano.
Era la música la que le ayudaba a vivir desde hacía tiempo.
Se escondía tras sus rizos y su corta estatura, y dejaba que los demás inventaran sobre ella, porque su corazón estaba cerrado y los sonidos que salían de su garganta eran tan suaves como inteligibles. Era una experta en cerrar fronteras y levantar muros tan sólidos como rocas.

Linda, mira que eres linda…
Cuando pasaba los veranos estudiando fuera y se suponía que disfrutaba de otra cultura, su mente se evadía a cada momento y se separaba de su cuerpo. Sólo se llevaba de aquellos lugares tickets que decían qué museos había visitado, algún recuerdo con el nombre del lugar y puede que alguna foto, donde su vista nunca miraba a la cámara y de la que ella, por supuesto, nunca se acordaba.
Se extrañaban en la lejanía, tanto… que ella fabricaba aviones con mensajes que lanzaba desde las alturas, dejaba marcas en los árboles de los parques y de vez en cuando gritaba su nombre en las calles vacías.
Si cerraba los ojos podía escucharle deslizar delicadamente sus dedos por las teclas y deleitarse con una de muchas canciones que conocía de delante a atrás.
Cuando era pequeña le había visto practicarlas una y otra vez en el salón acristalado del abuelo. Recordaba su gesto de frustración cuando se trababa, su sonrisa cuando lo conseguía, cada mueca que ponía con su boca al aplastar las teclas hasta el fondo…
Él nació cuatro años antes que ella, pero eso nunca impidió que estuvieran cerca. No jugaban juntos, no estudiaban en el mismo colegio, no tenían los mismos amigos, pero se perseguirían en silencio y se acompañaban con sigilo. A veces de cerca, a veces de lejos, pero siempre llegaban a cenar a casa del abuelo y tras los huevos con patatas se refugiaban en la biblioteca. Él leía historias apoyado en la librería y ella se recostaba en su regazo.
Desde que era una niña y usaba chupete arrastraba su peluche desgastado con forma de cocodrilo hasta allí y se dormía escuchando la voz de su primo.

Linda, mira que eres linda…
Él penetraba por las finas rendijas que le separaban del mundo y hacía que algo en su interior encajara. Algo en su voz le devolvía de las profundidades de los abismos y le permitía lidiar con la vida real.
Un día su madre le confesó que cuando ella nació su primo se acercaba a su cuna y le cantaba canciones, que a veces se quedaba dormido agarrándole sus deditos o susurrándole al oído, que los dos tenían una marca de nacimiento en la nuca.

Con los años seguían quedando una vez por semana en una cafetería distinta para mirarse fijamente y descifrar sus interiores. No importaba las fotos que llevaran en las carteras, las llaves de sus casas o las veces que sonaran su móviles. Siempre apuraban hasta el final y rellenaban de brillo sus ojos hasta el siguiente encuentro. En el que ocultaban más que hablaban y sin el que no podrían seguir adelante.
Y en este preciso instante, si les vemos, ahí sentados en la barra, ella lleva su pelo recogido y se inclina levemente sobre él para coger una servilleta; y por detrás, sus marcas de nacimiento, encajan como dos piezas de un puzzle.